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domingo, 29 de abril de 2018

NO HAY AMOR EN LAS VÍAS


Pasear por calles tranquilas de la ciudad es todo un lujo porque, cuanto menos, cuando buscamos hacer turismo urbano y relajarnos mientras caminamos entre edificios conocidos o no, lo hacemos en mitad de un bullicio lento como un río de personas que no deja de acompañarnos. Pero, si la ciudad se convierte en paradigma de algo, no es precisamente por ese caminar tranquilo. Sus vías son largas lenguas de asfalto en las que el tiempo de los que allí transitamos se convierte en lucha, en un frenesí por pasar los semáforos antes de que se pongan en rojo, en un continuo esquivar vehículos de todo tipo cuyos conductores hacen (o hacemos) una muy libre interpretación de las normas de circulación o del sentido común, en un discurrir agitado que provoca la elevación agresiva del nivel de decibelios. La ciudad es el contexto del “sintiempo” y de la aceleración.

Puede ser bella, abrir sus ventanas hacia  el mar o hacia un amplio río, ser emblemática por sus antiguas e históricas calles reformadas, callejuelas estrechas y zigzagueantes, o por sus amplias avenidas, contener enclaves, jardines y rincones atractivos para los visitantes, museos que alberguen exposiciones de gran interés artístico y ofertar una amplia gama de actividades culturales y folclóricas. Y sin embargo, en el día a día miles de personas viven inmersas en una cotidianidad convertida en una carrera hacia la nada. Hay prisas por todo y para todo, no hay tiempo de nada y para nada. Largas jornadas laborales o largos años completando currículum que después permanecen olvidados en carpetas de  directivos de Recursos Humanos. Un ir de acá para allá con el reloj vigilante todo el día. Hasta el ocio se anota en las agendas.

La ciudad, en sí misma, no tiene la culpa de ello. Es la forma de vida imperante en las sociedades modernas la que condiciona el biorritmo de tantos urbanitas y la que estructura igualmente los tiempos de los habitantes de muchos pueblos. Pero la ciudad es el contexto paradigmático de este absurdo. Vivir condicionados permanentemente por las prisas o por un minutero indolente no es vivir. Y esto parece que se asume como algo normal, cuando en realidad ni es normal ni natural.





PAISAJE URBANO

Respira la ciudad su perfume de asfalto
en la incipiente hora de una luz renovada,
las vías, siempre solas, detenidas esperan
la nueva humillación del trepidar diario
donde desgarra el aire sobre una tráquea gris
la metálica ausencia de unas vidas sin vida.

Amanece en las rutas asfálticas y oscuras
sin el frescor que el riego en los jardines deja,
la tenue claridad naciente deposita
una leve esperanza en un instante leve,
pero al cabo reinician su tarea incesante
como una larga lengua sumida en el olvido.

No hay amor en las vías.
Solo una huida ciega burlando la mañana.
No es posible acercar dos cuerpos lentamente
en la imparable ausencia de las horas de asfalto.


(De mi poemario Las esquinas, Edit. Celya, 2014. Depósito Legal: TO 774-2014)








TRÁNSITO

La claridad ondea su incipiente
cuerpo sobre el fragor acelerado
de una ciudad que abre indiferente
la percusión de un ritmo acostumbrado.

Por las sórdidas calles
la noche en su guarida se repliega
y un estertor que amaga por los valles
su aliento matinal de luz despliega
un velo azul abierto y despejado,
mientras la soledad turbia doblega
su lomo de rumiante encabritado.

El bullicio renace,
los cuerpos se entrecruzan y se ignoran
y en el cemento gris la sombra yace
de unas manos que una limosna imploran.

En los  bares resuena el ajetreo,
comercios y oficinas eclosionan
en esplendor neurótico de espanto
que al pensamiento lo convierte en reo
donde los sueños, mustios, se amontonan,
maquillando la risa un triste llanto.

La gente en las aceras corre y bulle
por pasillos fugaces de cemento
como un río haciendo tabla rasa;
calla el árbol, el aire se recluye,
se enquistan la rutina y el momento:
mientras a ciegas van, la vida pasa.


(De mi plaquette Latidos, Colección de Poesía Wallada, 2015. Dep. Legal: MA-1566-2015)  

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