Pasear por calles tranquilas de la ciudad es todo un lujo porque, cuanto
menos, cuando buscamos hacer turismo urbano y relajarnos mientras caminamos
entre edificios conocidos o no, lo hacemos en mitad de un bullicio lento como
un río de personas que no deja de acompañarnos. Pero, si la ciudad se convierte
en paradigma de algo, no es precisamente por ese caminar tranquilo. Sus vías
son largas lenguas de asfalto en las que el tiempo de los que allí transitamos
se convierte en lucha, en un frenesí por pasar los semáforos antes de que se
pongan en rojo, en un continuo esquivar vehículos de todo tipo cuyos conductores hacen (o hacemos) una muy libre interpretación de las normas de circulación o
del sentido común, en un discurrir agitado que provoca la elevación agresiva
del nivel de decibelios. La ciudad es el contexto del “sintiempo” y de la
aceleración.
Puede ser bella, abrir sus ventanas hacia
el mar o hacia un amplio río, ser emblemática por sus antiguas e
históricas calles reformadas, callejuelas estrechas y zigzagueantes, o por sus amplias
avenidas, contener enclaves, jardines y rincones atractivos para los
visitantes, museos que alberguen exposiciones de gran interés artístico y
ofertar una amplia gama de actividades culturales y folclóricas. Y sin embargo,
en el día a día miles de personas viven inmersas en una cotidianidad convertida
en una carrera hacia la nada. Hay prisas por todo y para todo, no hay tiempo de
nada y para nada. Largas jornadas laborales o largos años completando
currículum que después permanecen olvidados en carpetas de directivos de Recursos Humanos. Un ir de acá
para allá con el reloj vigilante todo el día. Hasta el ocio se anota en las
agendas.
La ciudad, en sí misma, no tiene la culpa de ello. Es la forma de vida
imperante en las sociedades modernas la que condiciona el biorritmo de tantos
urbanitas y la que estructura igualmente los tiempos de los habitantes de
muchos pueblos. Pero la ciudad es el contexto paradigmático de este absurdo. Vivir
condicionados permanentemente por las prisas o por un minutero indolente no es
vivir. Y esto parece que se asume como algo normal, cuando en realidad ni es
normal ni natural.
Respira la ciudad su
perfume de asfalto
en la incipiente hora de
una luz renovada,
las vías, siempre solas,
detenidas esperan
la nueva humillación del
trepidar diario
donde desgarra el aire
sobre una tráquea gris
la metálica ausencia de
unas vidas sin vida.
Amanece en las rutas
asfálticas y oscuras
sin el frescor que el
riego en los jardines deja,
la tenue claridad
naciente deposita
una leve esperanza en un
instante leve,
pero al cabo reinician su
tarea incesante
como una larga lengua
sumida en el olvido.
No hay amor en las vías.
Solo una huida ciega
burlando la mañana.
No es posible acercar dos
cuerpos lentamente
en la imparable ausencia
de las horas de asfalto.
(De mi poemario Las esquinas, Edit. Celya, 2014. Depósito
Legal: TO 774-2014)
TRÁNSITO
La claridad ondea su
incipiente
cuerpo sobre el fragor
acelerado
de una ciudad que abre
indiferente
la percusión de un ritmo
acostumbrado.
Por las sórdidas calles
la noche en su guarida se
repliega
y un estertor que amaga
por los valles
su aliento matinal de luz
despliega
un velo azul abierto y
despejado,
mientras la soledad
turbia doblega
su lomo de rumiante
encabritado.
El bullicio renace,
los cuerpos se
entrecruzan y se ignoran
y en el cemento gris la
sombra yace
de unas manos que una
limosna imploran.
En los bares resuena el ajetreo,
comercios y oficinas
eclosionan
en esplendor neurótico de
espanto
que al pensamiento lo
convierte en reo
donde los sueños,
mustios, se amontonan,
maquillando la risa un
triste llanto.
La gente en las aceras
corre y bulle
por pasillos fugaces de
cemento
como un río haciendo
tabla rasa;
calla el árbol, el aire
se recluye,
se enquistan la rutina y
el momento:
mientras a ciegas van, la
vida pasa.
(De mi plaquette Latidos,
Colección de Poesía Wallada, 2015. Dep. Legal: MA-1566-2015)
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