Existen libros que
sencillamente gustan y otros que, además, traspasan la piel cuando se leen. Al final del paisaje, de la poeta
madrileña Alicia Aza, es uno de ellos. Se
trata de un libro pleno de bellas imágenes en las que destaca un predominio de
elementos de la naturaleza y con el que su autora nos vuelve a sorprender con
su exquisita mirada lírica. Las seis partes que lo componen vienen introducidas
por una prosa poética, que son seis textos de carácter reflexivo iniciados cada
uno con pensamientos racionales a partir de los cuales se traza un camino hacia
la indagación personal mediante un lenguaje poético hábil y seductor que juega
con los significados y con los significantes a modo de malabarismos expresivos.
Los poemas que suceden a cada prosa poética se caracterizan por una ausencia
casi completa de lo anecdótico y se centran en dejar pasar las emociones a
través de magníficas imágenes y metáforas con versos que traslucen la
autenticidad con la que se escribe y en los que también tiene cabida la
sensualidad, expresada con tal sutileza que el efecto que produce es una
amplificación de la misma.
En sus composiciones
encontramos un sujeto poético que se adentra en la búsqueda de la definición de
los límites del mismo, porque, como dijo Octavio Paz en El arco y la lira: «el poema nos revela lo que somos y nos invita a
ser eso que somos». La indagación personal se realiza a través del recibimiento
consciente de lo bello como actitud de vida («Sin cultivar nada sucede.
Aprehender la belleza es cultivar. Es el equilibrio en un punto violento. Savia
que recorre el tallo de la flor y mantiene la espina a la correcta distancia»,
p. 13), del silencio interior («En el silencio no existe el miedo. Cerrar la
puerta es libertad y luego la música», p. 14), de la palabra y la poesía («La
poesía es un volcán y el poema es la lava solidificada en el sueño», p. 14, o «Escribo
para alejarme de mí. El poema me borra. El verso diluye el ser», p. 37), y
también de la disolución de los límites del pensamiento («Esculpo el no
pensamiento», p. 14, «Borrar las fronteras de mi vida construidas por mí misma
o por los otros», p. 27). Esa disgregación de los límites del pensamiento
conduce a un punto de partida para el reencuentro del sujeto poético consigo
mismo en el sentido expresado por el autor mexicano en la obra citada: “por la imaginación –sin la cual es inconcebible el
conocimiento– podemos salir de nosotros mismos, ir más allá de nosotros al
encuentro de nosotros. (…) Así, la creación poética es ejercicio de nuestra
libertad”. Y es respuesta, en el sentido concebido por María Zambrano en cuyo
ensayo Filosofía y poesía dijo que «la
poesía es encuentro, don, hallazgo, por gracia». Un hallazgo que el lector o
lectora hará suyo tras la lectura de estas bellas composiciones de Alicia Aza.
Lo sensitivo coexiste
con lo racional en un paisaje interior en el que conviven las emociones
relativas a la ausencia, la nostalgia, el amor, el desamor, la desesperanza («Como
yegua que para rehusando el salto,/la esperanza detiene su andadura», p. 41),
la importancia de la memoria frente al olvido y la muerte, pero también como
medio para la definición de una identidad que parte del pasado y de la infancia
en la que constituye «asombro del primer paisaje descubierto» (p. 58). Desde el
amor o la ausencia, la sensualidad recupera instantes vivificantes reflejados
en más de un verso de este espléndido libro. Asimismo, la mujer aflora en los poemas
en sus diversas dimensiones: como ser reflexivo, pensante, que camina en la
indagación a través de la palabra poética hasta arribar a un paisaje propio;
pero también como mujer que siente, que ama o que añora, que desea, que palpa
la distancia o que se reafirma («Hoy el viaje soy yo,/camino por jardines
florecidos/donde los astros moran/en el olvido de las danzas», p. 63); y como
madre, porque, como expresa en el bellísimo poema «Pájaros» dedicado a sus
hijos y que cierra el libro: «El silencio nutre mis labios./Devuelven vuestras
voces/la vida a mis entrañas» (p. 80).
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