Los burócratas sabemos que, tengamos o no miles de papeles y de
carpetas encima de la mesa, básicamente es el ordenador con su absorbente pantalla y su escueto teclado el
que domina el escenario oficinesco. Cada mañana se convierte en nuestro más
fiel y, a la vez, déspota compañero de trabajo. Me saca de innumerables apuros
continuamente y al mismo tiempo establece rutas predeterminadas de actuación
administrativa que no admiten un gesto de tímida rebeldía. Los burócratas somos
gente atada a una silla y encadenada a un parco y estricto ordenador. Por eso
por las tardes, cuando llega la hora de mi verdadero oficio –escritora no
remunerada– me sitúo ante la pantalla con cierto titubeo. No sé qué tiene este
aparato no tan antiguo en la historia de la Humanidad que se ha convertido en
un apéndice de mis manos y en ese compañero inseparable que es sombra de mi
rutina y espejo de mis temores. Porque para ser escritora o escritor primero
surge eso que Rosa Montero llama “el huevecillo” y que después va cobrando
envergadura y concreción conforme la creación literaria –en su caso la
narrativa y en el mío sobre todo la poesía– va tomando cuerpo. Los temores, los
miedos, las angustias, en cualquier aspecto de la vida acentúan otros tipos de
emociones y todos ellos son susceptibles de convertirse en el germen de un
poema o de un relato más o menos extenso.
El ordenador me echa un pulso a diario. Cuando actúo como
burócrata me domina mientras percibo el espejismo contrario, es decir, que soy
yo quien dirige el asunto y no él; y cuando quiero discurrir en la certeza de
ser yo misma a través de la ficción de un poema, juega con mi mente y se
convierte en un refugio o en una pared blanca y despoblada en la que los
vocablos fluyen o se ausentan, según le coja el día.
Fuensanta Martín Quero.
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